Vivimos en una cultura que aplaude el destino final. Nos felicitan por el título alcanzado, por el diploma colgado en la pared, por la foto sonriente con el título en la mano, ese momento cumbre en el que finalmente podemos decir: "lo logré". Y aunque ese reconocimiento es gratificante, a menudo deja en la sombra la parte más significativa de la historia: el viaje.
¿Qué hay de todo lo que una persona atraviesa para llegar hasta allí?
Hablo de las emociones, el laberinto que fue día a día lo que se tejen en el proceso. Las noches de duda, cuando la meta parecía un espejismo inalcanzable. Las renuncias a momentos, a personas, a descansos, en nombre de un sueño.
Pienso en las innumerables veces que el agotamiento susurró la idea de rendirse y fue acallado por una voluntad tenaz.
Hablo de las lágrimas derramadas en silencio, de la frustración que enseña más que cualquier libro de texto. De esos "sí, puedo" que nos decimos a nosotros mismos, sin tener ninguna certeza, pero con la convicción como único motor.
El reconocimiento externo es efímero. Llega, se celebra y pasa. Pero el camino recorrido, esa travesía interna, nos transforma para siempre. Es un logro en sí mismo que merece ser honrado.
Por eso, celebraremos el proceso. Celebremos la resiliencia, la vulnerabilidad y el coraje que se necesita para dar cada paso. Valoremos más el quién nos convertimos mientras perseguimos nuestras metas, y no solo el qué obtenemos al final.
Ese es el verdadero logro. El que no todos ven, pero el que tú conoces tan íntimamente.
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